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martes, 5 de mayo de 2020

Carta a Belén



Besos, Belén. Quería dártelos hoy, pues sé que te acortadarás de mí antes que nadie, y que lo harás de forma genuina. Empiezo esta carta a principios de marzo, pero la tenía en mente desde hacía meses; tantos que me da vergüenza lo lejos que he estado de ti y de otros que me querían. No obstante, chica, pienso en ti cada vez que me vengo abajo,y eso es algo que se ha convertido en costumbre.

Siempre me gustó tu nombre, Belén. Siempre. Aunque me pasara jodido media secundaria por una Belén que, o debía sentirse aburrida, o era imbécil. Reconozco que me he pasado la mayor parte de mis 24 años preocupado. Preocupado por males que nunca llegaron a pasar, y otros no tan graves como mi sofisticada máquina de tortura me hizo creer; pues los males de verdad llegan sin avisar. Aunque éso, Belén, ya lo sabes. 24 años preocupado por tanto ya olvidad que sólo me preocupa lo reciente, y eso que quizá quede más de inventado que de recuerdo.

Ayer vi a una persona a la que amaba. Curioso es el destino que ese mismo día la había bloqueado por completo, y sólo me quedaba la faraónica obra de borrar una memoria que lastima sin piedad. Me acerqué con una sonrisa, y vi su cara de sorpresa. La abracé, Belén, con fuerza y con mucho cariño, y junté mi cuello junto al suyo para besarla como metralleta en batalla. Y allí me volví a dar cuenta, Belén, de que no me quería lo más mínimo. Y, peor, que nunca me había llegado a querer. 
Anduve para escapar de la ansiedad de la nada. Me ahogaba. Mi espalda tiritaba. Y cuando el vacío más cruel llegaba a mis labios una llamada me dio el oxígeno que sólo una persona que te ama te puede dar. Me dijo que el desamor es el más común de los males entre los corazones bellos, que el sentirse perdido forma parte del regalo de ser joven, y que debía centrarme en todas las virtudes que poseía, en el futuro que deseaba, y en todas las personas a las que amaba. Personas cómo tú..

Tu me has mostrado un amor sincero y muy tierno, y nunca has dudado en decirme que me equivocaba y que iba por un camino que sólo conduce al dolor. Belén, Dios sabe que otro gallo cantaría de haberte hecho caso. Me faltó el valor para elegirme a mí mismo, y lo pagué. Y bien que lo pago cada día, y que tú sabes a qué me refiero porque hasta alguien que proyecta tanta fuerza de voluntad como tú ha caído en el pozo de creerse nada. Es complicado. Sabes que es complicado. Dime, si escapas de un mal ¿a qué viene tanto dolor? 

Junto mi cabeza junto a mis brazos, que lucen blancos y ansían el calor de un sol que no supe darles. Me pregunto, Belén cuánto tiempo llevo encerrado en éste sufrimiento. Aún no he empezado a escribir y el vaso ya está por la mitad; me propongo escribirte bellas palabras de admiración y, mientras bebo, solo derramo tinta sobre un laberinto que lleva mi nombre. Me llamo Ángel y estoy perdido. Me llamo Ángel y juego a perderme en calles conocidas, a perderme al mismo nivel que ya lo estoy en mi cabeza. Golpeo mi cara con golpes de autoexigencia, y siento que estoy metido en un remolino de falta de sentido; que siento que no hago nada, que me apunté a unos estudios por el mero hecho de hacer algo, y que la soledad se escribe con mayúsculas dentro de mí. Y peor, que toda esta deriva afecta a mamá, y a mi futuro. Y eso duele, tía. Duele mucho.

Los mismos brazos pero más morenos, se  apoyan en una barandilla que pierde el brillo en el calor de la noche. Tengo 16 años y tú hablas mientras vemos el resto de urbanizaciones iluminar el horizonte. Me dices que he pasado por muchas cosas, más de las que otros niños de mi edad, y que los años siguientes iban a ser buenos. Al principio, Belén, no te entendí. Pero acertaste de lleno. Fueron los mejores años de mi vida. Un bachiller inmejorable donde supe lo que era besar a una chica (te diré que fue un 12 de octubre, y que no lo debí de hacer muy bien porque a los pocos días confesó que le gustaban las chicas. Fíjate, debí convertirla. Aunque te sorprenda, conozco a más de uno que con la habilidad de crear lesbianas). 2013 Fue raro. No sé qué hiciste durante sus últimos meses, pero las clases estuvieron marcadas por huelgas y reivindicaciones de pacotillas que dejaron los colegios semi vacíos, sólo atendidos por los que les acojonaba perder clase; yo incluido. Pero cuanto menos hay más ves, y durante uno de esos días atípicos conocí a la que sería mi novia durante el siguiente año y medio; una chica hermosa, de esas que se mantendrán guapas cuando las arrugas sean la norma en sus pieles. Todo era fácil, Belén. Fácil y hermoso. Incluso cuando mamá enfermó de nuevo fue fácil; fácil para nosotros. Tú estabas allí, y yo te acompañaba. Madrugamos para desearle suerte y esperamos, pacientes, a que saliera del quirófano. Creo que sonreía, Belén, estoy seguro.
Esa semana santa me preparé exámenes y descubrí el atractivo de unos labios empapados en aceite... Nunca unos churros supieron tan bien.

Lo que crees que está hecho para ti, bueno y normal, es lo que te hará daño; y eso que crees extraño, lejano, que incluso temes, es lo que te mostrará tu verdadero valor.
Llevaba meses sin vivir, Belén. Demasiados días encerrado en el cajón del sufrimiento. Vivía en el pasado, aprisionado por mis propios miedos, por unas falsas esperanzas de las que me avergüenzo, sin ser capaz de asimilar la bendición que es el fin de lo dañino. 
Era sábado, la excusa del tributo a Nirvana se hizo realidad, y por una vez en mucho tiempo volvíamos a estar los tres juntos. Que Pablo era el puto amo ya lo sabía, pero lo que esa noche me quedó claro es que, como dice el cómic, el azul es un color cálido.
Fue divertido. De algún modo es cierto que al crecer empiezas a perder la vergüenza que adquiriste de niño; o quizá fuese que ya lo había hecho otras veces. Belén, bailo de puta madre.
Salimos. Fumaban mientras convencía a Ángel de que se quedara a cerrar el Planta y a moverse sin reglas durante una hora más. Y ella salió también. Y comenzó a hablar con la chica que había dado sentido a mi amigo, y lo hacía de esa manera inútil que tienen las mujeres para hablar de una persona que tienen al lado. De algún modo, Belén, supe que hablaban de mí. “¿De verdad te vas a ir? He visto a alguien mirarte mucho abajo.”
Nos quedamos todos.
Por entonces, tía, sabía de quién se trataba. Pero apenas hablamos. Ni siquiera sabía que era menor que yo, que trabajaba fuera y que le había gustado desde la primera vez que me vio (o, como comentería más tarde, “no estaba mal”). No obstante, una hora más tarde pegábamos nuestros cuerpos en el lugar donde solía oler a canela. Su barbilla chocaba contra mi pecho en intervalos irregulares, motivados por el gentío en constante movimiento, carburados por cerveza y caladas que se mezclaban con la colonia y sudor de nuestros abrigos. Allí estaba ella, Belén, la chica del pelo azul eléctrico, con palabras que nunca llegué a escuchar. Allí estaba, todo lo contrario a mi ligue ideal: ojos oscuros, pestañas largas; sus mejillas, recubiertas con maquillaje, trataban de ocultar su acné; y sus orejas, tan pequeñas como la mano de Aurora, sostenían dos grandes aros metálicos y dos pequeños. Su nariz también estaba decorada, y su cuerpo, flaco y sin apenas curvas, era pequeño y blanco, de apariencia frágil, como las pieles que se amoratan con facilidad. Su pelo era lo mejor, cómo luces de una discoteca en plena ráfaga. He visto pulseras fluorescentes de ése color, y se degradaba hasta su castaño natural.
Belén, esa chica en la que nunca me habría fijado me hablaba con la esperanza como palabra. Todo lo que un chico perdido necesitaba escuchar. Quizá no hubiese estudiado, quizá hablaba como si se hubiera llevado el pueblo a cuestas, y quizá estuviese enfadada con su familia y trabajase en un asadero de patatas fuera de la ciudad, pero esa chica me devolvió el valor que otra chica me quitó (aunque sólo me lo pueda quitar yo mismo). Fue el beso más fácil del mundo. Largo, intenso hasta saber a sangre, y no te contaré más.

Y tras ésto, el confinamiento. Me pregunto, Belén si habrá esperanza. Suelo pensar en ti cuando estoy en la mierda, y eso ha sido muy frecuente de forma última. Eres quien me animó a hacer lo que mejor me convenía a mí y no a los demás; la única que supo avisarme con tiempo de la tormenta que se acercaba. ¡Hasta sabías que esa fiebre que cogían los chinos era algo mucho más grave! Pero más allá de tus dotes de pitonisa, me acuerdo de todos los trabajos, relaciones y esfuerzos por los que te he visto pasar; lo que me hace pensar que aún me quedan altibajos en el camino y mucho que probar. Y eso me gusta. Le has echado cojones, Belén. La sola idea de trabajar en oficios tan diferentes como has hecho tú me paraliza, así como hacer un examen universitario a tu edad, y formar una familia tras otras relaciones. Me parece que sólo tengo que imitarte para que todo salga bien. Y aunque me digas que no es todo oro, que te va a estallar la cabeza por la cuarentena, que Aurora está insoportable, que el colegio apesta, y que la abuela habla sin pensar, has sabido crear los cimiento de una vida que se sostiene sólida y enfrentarte cada día sin que los problemas que acarrean te alejen de lo que es importante para ti. Y eso es más de lo que pueden decir muchos. 
Estuviste conmigo cuando estudiabas para el examen de bilogía y trabajabas por la mañana y volvías al colegio por la tarde; cuando mamá enfermó y en mis graduaciones, y en mi primera película, a la que tú me llevaste a ver, sobre unos pollos de plastilina. Y me aconsejaste en el amor y en lo contrario, en los estudios, y en la familia. Y sé que te habrás dado cuenta de que la familia es reducida para mí, y que no le presto ni un cuarto de la atención que tú le das; pero no pienses que es por que no la trago, o porque me irrita, no; sólo soy así, y os quiero. No se me ocurre cómo podría agradecerte todo ésto. Quizá porque no se pueda agradecer tanto, y devolverte todo tu amor es algo que, aunque lo desee, está bastante lejos de ser realizable, porque has dado mucho, más que mucho. Pienso que la única manera de agradecértelo es ser feliz. Intentarlo, al menos. Desaprender todas las conductas que me llevaron a hacer del sufrimiento un hábito, y luchar contra el deseo autodestructivo de un cuerpo que sólo conoce desdicha dentro de sí. Agradecértelo sólo será sensible por ti si me ves con un nuevo cuerpo y mente que dediquen sus funciones a la alegría, y a todo eso en lo que encuentran gozo. Abandonarme en el valle de las buenas intenciones, en el lago de los sentimientos elevados; cortar el hilo invisible de un pasado que ni siquiera fue real, y evitar que éste se convierta en un mapa de mi futuro. Con una sonrisa mía te darías satisfecha. Lo sé. Pero quieres que la talle a perpetuidad en mi boca, y que ésta sólo sea el menor de los reflejos de toda la completidad que irradie desde dentro. Tengo que intentar ser feliz. Hacerlo por ti, por mamá, por los que han sufrido por mi sufrimiento. 


Te quiero.

lunes, 6 de enero de 2020

Carta a un amigo: Regalo de reyes.



Amigo, hacía un año que no volvía a este sitio, al lugar sin cuerpo de nombre vergonzoso. Pero fue idea mía, así que no debes esperar otra cosa. Justo hace un año expresé a mi madre mis deseos, así que es lógico que la siguiente persona fueses tú.

Te preguntarás por qué te meto en este marrón y te impongo la obligación moral de leer esto. Bien podrías dejarlo aquí y seguir con tus nuevos juguetes o con esos refritos tan maravillosos que dices que ponen en la tele de madrugada. Pero sé que lo vas a leer con atención y que volverás a leerlo. Al fin y al cabo esto es para ti, aunque al principio sólo habla de mi.

No sólo estoy aquí para desearte lo mejor, Ángel,eso ya lo sabes. Sabes que conseguirás lo mejor de lo que te propongas, porque no podría ser de otra forma, no para ti. Escribo esto para darte las gracias por haberme apoyado en todo lo que viene a continuación. Si quieres puedes leerla con mi voz amortiguada, esa misma que suena como si me hubiese metido el troncho de un banano en la boca y tuviese la nariz taponada la nariz de aire sucio y pensamientos turbios. Pero te sugiero que la leas con la tuya, profunda, radiofónica y bien trabajada.

Estamos a veinte de diciembre y espero haber terminado a tiempo. Ha sido un día húmedo sin sexo. Algo de veneno debí cenar en ese bar que apenas dormí. Tras comer eso uno espera soñar con la captura del indio Atahualpa, pero no recuerdo soñar esa noche. Me despedí de ti en la calle larga, y acompañé a nuestra amiga a casa. Ella estaba hermosa y no dejó de parecérmelo aunque el agua aplastara su pelo contra sus ojos y hablara con esa voz suya tan insoportable. Se ha hecho toda una mujer, mientras que nosotros aún somos chicos a los que les asoma la barba.

Regresé. Había mucha gente. Debían celebrar que el curso acababa y que volverían a sus pueblos a la mañana siguiente. Ángel, se despedían con la seguridad de que volverían a encontrarse una vez más, de la misma forma que hice contigo, pero sin calidez propia de los años. No lo pensé entonces, pero ahora no dejo de la cuestión de que todos esos debían ser más jóvenes que nosotros. Me despedí con la certeza de que te volvería ver,  e incluso te eché de menos. Aún quedaban muchos paso que dar hasta pelearme con la cama y muchos más hasta terminar esta carta.

Chico, ha sido un año malo. Los finales de década siempre nos dejan cosas maravillosas, como cuando en 1959 los cinéfilos vieron Ben Hur, Los cuatrocientos golpes y Con la muerte en los talones. O ese mítico 1969 con el Spice of life de Marlena, el Let it Bleed,el primero de los Led, el Stand de Sly and the family, la triada de la Creedence, y el glorioso final del Abbey Road de nuestros bienamados cuatro. Sin embargo, Ángel, sólo he cosechado raíces secas y tallos podridos este 2019. Antes hubiese dicho que habría sembrado mal o que no habría sembrado en absoluto. Es decir, que me habría equivocado, pues ahora sé que hay situaciones que suceden porque sí, que no se puede controlar todo, y que a uno pueden pasarle cosas malas sin que tenga la culpa de nada.

Ahora recuerdo ese pasado día de la toma, en el que mi barriga se abrió en dos y me tuvo a dieta blanda durante semanas, para dejarla al ver que nada cambiaba. Muchos querrían sufrir de eso, pues tuve que dejarme en el váter algunos kilos, algo que me permitió comer como un animal y que no he dejado de hacer. Por entonces tú llevabas pocos meses en el trabajo y, quizá no lo sepas,  te admiré mucho. Molaba ver que un colega se colocaba en algo para lo que había estudiado, encima en tu propia ciudad y sin tener que ir a esa capital a la que tantos y tantos otros han acudido como tierra prometida. Chico, ahí revalidaste el título de Puto Amo.

¿Qué hacía yo por entonces?  Nada. Nada que diese dinero o felicidad. Me metí en un curso de esos para tenerte "entretenío", donde descubrí otra cosa que no me gustaba y conocí a una chica por la que terminé aún más jodido. Mucho más. Ahora me viene a la cabeza una conversación que tuve con mi tia en el mes de mayo. De algún modo, la experiencia le permitió adivinar lo que iba a pasar. Podría resumírtelo, Ángel, en que me mentí. Y nada bueno puede salir de eso. Sólo dolor. Dolor y tiempo perdido, momentos de alegría que deseché por tristeza; nervios, y otros síntomas que me avergüenzan. Me mentí, Ángel, y me volví a mentir hasta que me cuerpo dijo basta. Hasta romperme en pedazos que aún recojo.

Quizás no sepas de lo que hablo, sólo te lo he contado una o dos veces. Pocas. Porque me daba vergüenza y no quería abrir un tema que me mostraba débil e inseguro, tanto cómo para odiarme a mí mismo. Ángel, mi cabeza, la centrifugadora, me jugaba malas pasadas. Aún no habías empezado a trabajar cuando me di cuenta de que algo no iba bien, de que necesitaba comprobar más las cosas que antes. De que no valía con ver, de que tenía que tocar. Primero grifos, puertas y persianas, después enchufes e interruptores, y más adelante más de la mismo, en lo que se había construido un ritual doloroso. Una pérdida de tiempo, de autoestima y de control sobre uno mismo.La pérdida de la fe en quien había sido. Traté de controlarlo todo,Ángel, y me perdí.



“Tengo un problema, le dije. Siento que debo comprobarlo todo. Como si todo peligrase, como si hasta los objetos inmóviles conspirasen contra mí. Él apuntaba en un papel recuperado, escrito con la antigua tinta de mi pasado. Dos años antes había acudido allí. Ante el mismo hombre con el que creí curarme. Pero sólo fue un parche, porque uno no se termina de conocerse a sí mismo, y menos con 21 años. Sabía de mi afición al cine e intentó explicarme la situación con películas. “¿Recuerdas Mejor imposible?” Sí. Y también recordaba El aviador, y más aún los rituales de cada noche que mantenían lejos de la cama”.
Ángel Cuesta (2019-20??) Avance de mi puta obra maestra que quizá nunca vea la luz.

Debí darme cuenta en Octubre de 2018, recién acabada la carrera y sin poder saber lo que venía por delante. Si notas que tu mente se queda estancada como si la palanca del cambio de marchas no entrase en la siguiente, sal de ahí. Las obsesiones hay que cortarlas de raíz. Punto. Confío en que tu sudalapollísmo te mantendrá alejado de esas situaciones, pero más vale pájaro en mano. Como más me hubiese valido pedir ayuda entonces.  Pero un tío con toc lo que tiene precisamente es un problema con el control, por lo que  llegué a creer al principio que  yo solito era capaz de superar un trastorno que, en sus casos más graves, te invalida.

Así llegamos a mayo de 2019. Ya había terminado ese curso del que es mejor no hablar y echado algunos currículos que debieron ser tirados a la basura, usados como papel en sucio o, mi favorito, cilindros masturbadores. Estaba enamorado de una chica que sólo pensaba en su ex, alguien, que ya estaba con otra ¿Cómo lo sé? Internet. Lo sé, hice mal. Me comparé con él. Como te habrás imaginado yo era el segundo plato, pero para bien. Era el solomillo, la presa ibérica, el secreto de La Esquina. Pero me equivocaba. Tenía rabia de alguien que ni siquiera sabía de mi existencia, y lo único que conseguí fue abrir interrogantes de respuestas inútiles.Alguien que debía ser una buena persona y a la que no tenía derecho a juzgar. Ya me dijo mi tía que hay que dejar sanar una ruptura anterior y que no podía sustituir a nadie, que debía ser yo y sólo yo, sin tener que ocupar el papel de otros. Ángel no dejes de ser quien eres con todo lo que ello conlleva. No cambies por nada y por nadie, pues nada es eterno salvo la relación que tienes contigo mismo. No les des ese poder.

Como dije, era mayo, mi padre había hecho una visita exprés y yo sólo estaba pendiente del móvil por si ella se dignaba a responder. Por alguna razón, chico, ella me castigaba por algo que no había hecho. Me conoces y sabes que en otro momento la hubiese mandado al carajo, pero allí ya estaba yo, y bien adentro. Era domingo, un domingo horrible. Recuerdo despedir a mi padre en el parking, un adiós corto sin miradas que sumó el 50 por ciento de toda nuestra conversación ese día. De poder volver atrás en el tiempo,chico, hubiese lanzado el móvil con tanta saña que no quedaran restos, y le hubiera abrazado fuerte, tanto, que no me doliese no volverlo a ver hasta agosto. Yo, que sólo uso el móvil para escuchar podcasts, me había convertido en uno de esos pringados que responden al segundo. Yo, que nunca había perseguido a una chica, me encontraba a los pies de una… Después me encogí en la cama de mi madre. Allí, donde otras muchas veces lloré de niño, me hice pequeño. Mamá me acarició. Me acarició con amor, con mucho amor y con mucha. Ella no entendía cómo alguien como yo podía estar así por alguien. Pero tampoco sabía lo del toc, sólo que necesitaba ayuda. Y la tuve.

No era la primera vez que estaba allí. Había acudido a esa clínica de luces cálidas y revistas de muebles con anterioridad. Fue ahí donde, en 2017, descubrí lo que era la Alta Sensibilidad, algo que  me ayudó a sentirme mejor conmigo mismo. Hablé largo tiempo con el psiquiatra. Era un buen tipo. Sabía mucho de cine clásico y le gustaban mucho los Beatles y Neil Young. De algún modo, Ángel, creo que le gusta hablar conmigo porque puede hablar de esas cosas. Me habló con cariño y compasión, me hizo sentirme mejor y me recomendó que me hablase así a mí mismo. No estaba loco, aunque yo a veces lo dudaba. Me recetó unas pastillas ya olvidadas y me recomendó que visitara a un psicólogo para compaginar el tratamiento del toc.

Pocas veces he cogido una llamada de móvil, pero supe que esa debía cogerla y, a la siguiente semana, me senté en su despacho.

Debía de tener treinta y pocos años. Algo vi en él que me gustó. Transmitía buenas sensaciones y hacía tiempo que nadie me sonreía así. Me preguntó sobre mí, sobre mis estudios, mis aficiones, mi personalidad, mi pareja (algo que no supe responder), y sobre mis amigos.  Fue hermoso hablar de ti. Recuerdo que me preguntó si sería capaz de contároslo, o si tendría miedo a lo que pensárais o a que me dieseis de lado. Dije que no, que no temía decirloslo, decírtelo a ti. ¿Por qué tardé un par de meses en hacerlo? No sé. Quizá si que me diese vergüenza. Quizá creía que lo solucionaría pronto.

Él me escuchó con atención, asentía, anotaba y comentaba. Desde un primer momento, Ángel, supo que mi problema iba más allá del toc o de que una chica no me hiciera caso. El problema Ángel es que me había dejado de lado. No me quería. No me quería a mi mismo. Mi autoestima no existía, y de existir no se correspondería con la que tiene que tener un chico cómo yo, joven, estudioso, con gracia y talento; alguien con tiempo por delante. Esas inseguridades que tanto me amargaban se debían a mi propia falta de confianza en mí mismo, en mis proyectos y habilidades. Era por esa falta de amor propio que todo me había afectado de esa manera. En otra época, chico, esto no hubiese pasado.

Tenía que recuperarme, no recuperar a otra persona. Recuperar al Ángel valiente, ese que no le importa decir lo que piensa y que da mínimo valor a los criterios ajenos. Ese Ángel en coma que tenía olvidado. Ese tipo de chico al que no olvidas. Pero era verano y el tiempo libre iba a permitir a mi cabeza joderme como sólo ella podía hacerlo.

Durante los primeros meses de terapia, Ángel, acudía cada semana. Si estaba en la playa subía a la ciudad. Daba igual si tenía que coger un autobús o pasar el día sólo. Me hacía bien ir allí. Siempre salía de la consulta con la cabeza alta y con un sentimiento agradable que debe ser esperanza.

Cuáles eran mis mayores miedos y cuáles eran sus orígenes. En eso consistieron las primeras semanas, y en eso consistió mi primer viaje al pasado de forma consciente. Siempre vuelvo, pero nunca lo había hecho para aprender, sólo para traerme el miedo al presente y abrir de nuevo una herida sin cicatrizar. Lo vi como lo qe era, no como lo que fue. Lo vi como acontecimientos que pasaron sin que yo hubiera sido el culpable de ellos.

Dio mucha importancia al hecho de que desde temprana edad me criara sin mi padre. Según él, un “abandono” en la infancia repercute en el modo en que vivimos. Seguro que te has dado cuenta de que uso mucho la palabra mierda al hablar. Mi abuela dice que la tengo en la boca. Te puedo decir de dónde proviene. Debía de ser la Navidad de 2002 o 2003, tenía 6 años y recibí mis primeras calificaciones, mis primeras notas. Unas notas muy malas. Recuerdo estar en casa de mi abuela, la madre de mi padre, y cómo él dijo a todos los allí reunidos que “el niño había sacado unas notas de mierda” y cómo me miró con asco y desprecio. Me dolió mucho, Ángel. La vergüenza se apoderó de mí, y ese chaval que hasta entonces había sido como una pila duracell se vino abajo. Nunca volví a sacar notas tan malas. Desde ese momento sentí la necesidad de mostrar que era capaz, que era válido; una necesidad que me ha acompañado hasta el día de hoy. Un perfeccionismo, chico, que me ha llevado a comprobar hasta lo patológico.

No culpo a mi padre por ello, al igual que tu no culpas a tu padre por los errores que haya podido cometer. Cada uno pasa por épocas difíciles y se puede equivocar. Por suerte tenemos medios para tratar estos acontecimientos y  gente maravillosa como tú con la que vivir.

Por el camino de mi infancia, Ángel, pude rastrear el origen y desarrollo de mi personalidad. Los seis años fueron una fecha importante. Papá no estaba, mamá trabajaba todo el día, la escuela no iba bien y mi única compañía era una abuela que me cebaba a base de magdalenas, bizcochos y nesquik caliente. Me volví tímido y gordo, dos aspectos que no se los deseo a ningún chaval a esa edad.

No sólo cambió mi carácter, sino que, sin saberlo,  se formaron dentro de mí una serie de miedos que me han llevado al lugar donde estoy, a escribirte una carta mientras la falta de sueño me hace volver hacia arriba para ver por dónde voy. Uno de esos miedos es el miedo a la soledad, a estar sólo. Mejor dicho, sentirse solo.  Ahogarse en uno mismo. Y creo que es fácil descubrir quien se siente sólo cuando lo ves rodeado de gente, pues sólo has de conocerlo un poco para descubrir si es él de forma real, o se ha puesto una máscara para agradar a los demás. Ese es un aspecto que valoro de ti. Eres auténtico, Ángel, tanto que me haces ser auténtico hasta mí.

Fui muchas veces alguien que no era para ser uno más, demasiadas para encajar en grupos que no aportaban amor, grupos de mierda, Ángel. Fue como un ciclo: me sentía sólo, fingía para encajar, después me sentía mal por haber sido gilipollas y me apartaba hasta sentirme sólo denuevo y comenzar again el ciclo del comepollas vacío. Tú nunca hagas eso.

Por un lado te conviertes en quien no eres para amoldarte a lo externo, y por otro ocultas una parte de ti que no quieres que se conozca por el miedo al rechazo que podría suponer. Esto se ha traducido en un Ángel que no era real, y en uno no completo, lleno de sombras que me impedían relacionarme de forma plena. Un chico incapaz de comprometerse al cien por cien en una relación, y otro capaz de ser otra persona para gustar a quien no te conoce. Tiene gracia. Te crees libre pero vives en una dictadura que te has formado por tu poco amor propio.

El estirón y el asco gradual que cogí a los gustos ajenos me convirtió en alguien diferente. No quería ser uno de esos cocksakers espejos de lo mainstream, que relamen gustos insípidos y vacíos. Tenía quince años, descubrí el Torrent, y con él llegó Travis. No te puedo decir cuántas veces la vi. Taxi Driver me llevó a un mar del que sólo conocía la orilla. Gracias a esas calles oscuras, manchadas de rojo y ámbar, llegué a la carrera, Ángel. Pero no sólo se definieron mis gustos, sino que mi cuerpo y mi cara también cambiaron. Tuvo que ser a los deciséis que dejé de ser feo, porque las chicas empezaron a fijarse más en mí y otros empezaron a hablarme como un igual, como si antes hubiese habido una barrera en mi cara que impidiese hablarme. Me la chupan, Ángel. Era el chico más guapo e interesante del mundo. Sólo mi timidez, aparecida, como no, a los seis años, podría aguarme la fiesta. Pero no lo hizo, porque te conocí a ti.

Mi segundo día en Bachiller y vi a un chaval de aspecto simpático y abierto bastante divertido. “Venga, Ángel, ve a hablar con él”. Recuerdo nuestra primera conversación. Hablamos de Falcao, un jugador prometía. Pero fue nuestra relación la triunfó. Ocho años en los que de alguna u otra forma te la has apañado para escribir un capítulo propio en el libro de mi vida.

En ti encontré a un amigo. Encontré la otra cara de la moneda. Nos parecíamos mucho, con los mismos gustos, el mismo humor bestia y la misma forma de leer a los que nos rodeaban. Lo único que nos diferencia es la forma de responder a la vida. Y, oh chico, quién pudiera responder con la misma gracia que tú.

Nos lo pasamos muy bien esos dos años. No teníamos miedo ni vergüenza alguna, y nos rodeamos de unos personajes de categoría que aún ocupan un espacio limpio en nuestros corazones. En primero me presentaste a una chica, una amiga tuya que acabaría por ser mi novia buena parte del bachiller. Era hermosa Ángel. Mucho.

Buenos tiempos que continuaron en la carrera. Que te apuntaras a la tragicomedia de audiovisuales fue todo un regalo de la vida. Con tu forma de ser mi timidez pasó más desapercibida y, gracias a eso, pude conocer a gente. Chicos de oro que aún me escuchan. Y con ellos formamos un grupo verdadero, uno que no se ha roto y que no se romperá, creeme. Hubo momentos malos durante esos años, por supuesto. Pero siempre pude contar con vosotros, contigo.


Verano de 2019. Tuve que empezar con una de esas decisiones de fácil respuesta pero difícil práctica. Recuperar a la chica o recuperarme a mí mismo. Fácil.  Recuperar el Ángel que vivía en paz su vida. Pero los primeros meses no dejaba de pensar en ella, y he aquí que uno debe cortar todo contacto, algo que me costó. Dejar algo que te hace daño pero que quieres, que sientes que necesitas. Un yonki del malamor.

Creí que declararme iba a hacer todo más fácil. Que sería en las películas, cuando ella te dice que no quiere nada serio, que lo ha pasado muy bien ese tiempo, pero que por tu bien es mejor dejarlo y no verse. Pero no. Ya no estaba atado como antes, pero mi mente me tenía enjaulado y sus continuos mensajes para ver cómo me iba la vida no ayudaban en nada. Así me pasé un tiempo hasta que tuve que hacerlo. Si un sólo mensaje de ella apretaba el gatillo de mis emociones tenía que romper el contacto y así lo hice.

Fue difícil, pero necesario. Fue doloroso, lo es todavía, pero fue lo mejor de lo peor. La única forma en diese fruto algo bueno dentro de mí. No volvería a la anterior situación. No sólo por mí, mi vida, mi dignidad, mi futuro y mi bienestar, sino por el de mi madre, el de mi abuela y el de tantos y tantos otros que me habéis amado sin habéroslo pedido. Tantos y tantos otros a los que no he contado una palabra.

Por suerte te tuve a ti. Pasé un agosto con la mochila a cuestas. Estuve en Bilbao, San Sebastián, Madrid, Málaga, Berlín, Edimburgo, Glasgow, Stirling y más ciudades, mientras caminaba por un desierto de hielo interno en el que faltaba el fuego que me hiciese feliz.. Estar contigo en Escocia fue uno de los mayores regalos que me has podido hacer. Una semana de olvido que nunca olvidaré, ni tú tampoco. Jamá vi a David reír tanto, él también tuvo que olvidar algo mientras estábamos allí.

Volvimos y en septiembre la vi. Tú estabas allí. Estaba muy guapa, rodeada de amigos y bebida en mano. Pero ¿sabes qué? Yo lo estaba más. Con vaqueros, chupa de cuero, pelo corto, a tu lado y alcohol en mano. Hablamos. “Si necesitas algo sabes dónde estoy”. “Lo mismo digo”. “Adiós”. “Adiós”. Era la primera vez que esa chica me hacía sonreír en muchos meses. Pero no iba a volver a hablarle y ella lo sabía. Toda la rabia y la incomprensión se erosionaron y sólo me quedó un regusto amargo y una sensación que con el tiempo se definió cómo gratitud. De alguna manera esa chica había conseguido que tomara consciencia de mis miedos para poder superarlos. Ángel, siempre la voy a querer.

Llegó el frío y el contacto nulo había conseguido llevarme a las puertas de la indiferencia, y allí estaba yo, sin parar de llamar y golpear una puerta que me impedía saltar de la melancolía a la aparente normalidad. Días tristes se repetían, pero en esos días tú aparecías de vez en cuando. Haberte visto cada semana desde Septiembre ha sido la mejor terapia. Sin darme cuenta las obsesiones empezaron a desvanecerse y mi barriga parecía haber vuelto a la normalidad. A finales de noviembre la necesidad de revisar había desaparecido y si lo hacía era por los patrones que los hábitos habían creado en mi cabeza. En diciembre dejé las pastillas, y quizá fuese por cortar el consumo de forma abrupta, pero me sentí mal durante tres semanas. Una tristeza a la que intentaba buscar culpable para encontrarle sentido. Me dije que era porque no había escrito durante meses, porque no tenía futuro, o porque aún quería tal persona. Pero no. No era nada de eso. Nada de eso tenía la culpa. Si en los meses anteriores reforcé mi autoestima hasta un nivel aceptable, ahora que me sentía mejor había vuelto a hablarme mal y a no quererme. Ángel, la autoestima es un animal al que hay que ejercitar y alimentar todos los días para que crezca sano y fuerte. Había superado el toc y me daba igual ¿Cómo era posible? Lo era, porque mi visión es alta y mi paciencia escasa. Con la cosa del toc, la ruptura y el inicio del máster me había olvidado de otras muchas cosas que formaban parte de mi vida. Me había olvidado de amigos, de la literatura, del ejercicio físico, de comer bien, de mis novelas inconclusas, y eso, de forma subconsciente, me estaba diciendo que había huecos en mi alma. Huecos que se traducen en dolor, decepción, tristeza e incomprensión. De no ser porque tú estabas ahí habría creído que no tenía nada desde lo que volver a recomponerme. Necesitaba voz y tu me hablaste, desde tí vi la compañía desde la que escalar. Volví a leer, a escuchar música, a hablar de mis sentimientos a mis seres queridos, a escribir. Empecé a recoger los cachos de mi alma que observaba desde hacía meses, y tu me ayudastes en la recolecta. Volví a quererme.

Si te preguntas cómo superé el toc te diré un cliché que es cierto, muy cierto: con dos cojones. A Veces siento como que el tiempo me curó, pero tuvo que aguantar la angustia del que ve y no debe actuar. Pienso que las pastillas hicieron algo, pero sólo sentí una tristeza enorme al dejarlas, y nada de provecho cuando comencé a tomarlas. Aguantar una impotencia autoimpuesta, así fue. Suena mal, pero echarle huevos soluciona muchas de las cosas que nos afligen. Valor y paciencia, amigo.

Ángel, ha sido un año duro, sobre todo los últimos meses, pero ha sido en estos donde lo esencial ha sido visible a mis ojos. El mundo está lleno de gente que me estima, lleno de gente que nada más verme piensa en lo guapo que soy; muchos que al escucharme callan porque no quieren romper lo digo. Ángel si hay muchos así para mí, cuántos habrá para ti. Pensarás que eres mediocre, alguien del montón. Pero caminas delante de muchos, y entre ellos tienes a un admirador que admira el modo que vives y tu relación con todo lo que te rodea. Me imagino que todo lo bueno que te pasa se debe a tu corazón de oro, y me alegra pensar que, de ser así, algo en el mío también reluce. Eres un buen amigo, un buen hijo, buen trabajador y proyectas una seguridad en ti mismo que es el mayor atractivo que toda persona. Ángel sigue así y te cubrirá una abundancia con la que nunca te faltará de nada. Nunca tendrás lacra de buenos amigos, de trabajo y ambiciones, y nada más puede pedir un hombre que el deseo de retos que lo pongan a prueba  le hagan crecer. Aunque tú ya eres grande.

Me despido con mis deseos para esto, que se podrían resumir en que sigas constante en tu forma de ver la vida con unos ojos únicos. Como dijo el poeta: “no te detengas”. Vive tranquilo y sin preocuparte, pues has de tener fe, fe en tí. Cree que eres capaz de todo, no porque yo lo crea, sino porque tú lo crees. Nada hay fuera de ti y de tu alegría que pueda llenarte tanto como tu mismo; nada que se pueda tocar, escuchar u oler tiene una pizca del valor infinito que eres tú y lo que tú contienes. Cuando la amargura te invada no te recrees en el dolor. Siéntelo, pero no permitas, como yo, que se convierta en un hábito. Fuerzate a llenar tu mente de imágenes positivas, de imágenes en las que sonría. Y no temas, porque nada de lo que temes sucederá mientras confías en tí.

Sé que no es el mejor regalo de reyes y que ni siquiera he podido revisarlo para ajustar frases, dar coherencia y corregir faltas, pero prefería entregarla a tiempo. Un abrazo grande, chico. Disfruta.




domingo, 30 de diciembre de 2018

Carta a una madre: Fin de año



Descanso. Miro al techo y enciendo el tabaco que difumina la vista con nubes azules. Pronto noto la miel y la vainilla y algo que recuerda a las almendras y las nueces horneadas. Llegas tarde. Despierto y los nervios me invitan a abrazarte.

Mi amigo llora. No sé por qué. No lo había visto nunca así, y nadie había alrededor. Acudí a él. Tenía lágrimas en los ojos, en las manos y en el pantalón marino, ahora negro. Puse mis manos en él. Le digo que no llore. Que sufra dentro pero que no llore.  Que si continuaba lloraría yo y sufriría. Éramos niños y lloramos.

Crecimos y me vió llorar en una cama a kilómetros de ti. Leyó chistes. Llamó a la chica por su nombre y me concedió lo impensable. Fue valiente. Me pregunto que será de él. Lo podría saber, pero mi ego acabó con él. No me pregunto sobre la chica. Me da igual. Se acabó sin empezar.

No te enteras de nada, pero sonríes. No te veo. No dejan entrar a nadie. Cuando sales te espera la vida. Los amigos y familiares abarrotaron la sala. Llegué después. Tenía 18 años. Recuerdo a una chica preciosa, mi novia y mis amigos y eran pocos, pero me enamoré de ellos y fuimos modelos, y  fui feliz. Lo supe ahora y lo supe entonces. Confieso tu estado y salgo de la casa de la chica a la que el año siguiente traeré a la mía. No la amaba entonces, y podría amarla ahora. Mi egocentrismo acabó con lo que ahora deseo, Ella. Y podría amarla ahora, pero es tarde.


Llegaste y nos abristes la piscina. La chica estaba roja de vergüenza. Nunca preguntaste por ella. Meses atrás te dije que había tenido una cita. Era ella, y fue horrible. Mis ojos hicieron agujeros al suelo, la boca se me cerró y la timidez casi aborta nuestros besos, que eran sinceros. Deliciosos. Pero mi ego los ahogó. Antes me viste llorar. Tenía 17 y el cabello embadurnado en sudor de verano. Un mensaje como despedida. No lo entendí. Pero no fue entonces cuando todo acabó. Fui yo quien cerró la historia. Una vez más.

Me chupo el dedo. Acaricio tu pelo y lo enrollo en mi índice. Doy tirones. Algunos son tan fuertes que me golpeas y tengo que parar, y no lo entiendo. Cuánto más enrollaba más dolor te producía. No estaba preparado para algo tan simple. La cena es basura. Viene envuelta en plástico y se calienta rápido. Te dejaste. No me dí cuenta entonces. Sólo cuando era visible y estaba gordo y sólo, y no te veía. No era nadie entonces. Como ahora. Pero duele cuando lo sabes, y era feliz en la ignorancia, aunque tú lo sabías. Y eras feliz sin serlo.
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Vuelvo al hospital. Tengo 15 años y hace frío, la noche cae rápida y estás pálida. No tengo miedo. Sé que aún es pronto y la medicina fuerte; tanto como para dejarte blanca. Te observo desde el pasillo. No era justo. No a ti.

Salgo de la piscina. Estoy gordo y ése cruel me tira de la tripa, blanda y sin vello. Se arrepiente. Tengo Dios sabe cuánta edad y aún no sé cómo se engendra un hijo. No estabas allí. Pero estabas donde tenías que estar. No sé dónde era, pero no era allí, conmigo. Eso terminó cuando esa vieja mujer nos dejó. Yo la amaba, y ella a ti, y la lloré camino a de unos labios a los que no hice justicia. Tenía 19 años. Todo fue más difícil.

La bola de nieve golpea mi cara. Mis ojos enrojecen. Caigo al suelo y apunto hacia mi tía. La quiero aún cuando dispara y acierta, y lo hace siempre. La enseñas a conducir y ella a tí. El coche no arranca, lo aboyamos y nos quedamos encajados en la maldita columna. Tuve que alejarme. Recé en silencio, como siempre. Salimos airosos y el novio de la tía nos tranquiliza. Años más tarde soy yo el que destroza el retrovisor, pero tú no necesitas rezar para eso, y la tía está casada con otro hombre. Es madre.



Tengo 22 años. Es Navidad de mi vida. Como contigo, después veo a mis amigos. Sigo enamorado. No saben que una vez estuve gordo, que comí en Asia, que tocaba el piano y que de chico le hice un chichón aún niño con una marioneta, como tampoco saben que a veces escribo párrafos. Pocos buenos,  muchos horribles. Las historias sin terminar se amontonan. Los párrafos carecen de sentido:

"La noche cayó y retomaron el plan y la misma conversación sobre lady Amanda y volvieron a brindar. El alcohol aflojó sus lenguas. Compitieron por ver quién era el más varonil de lo cuatro, el más valiente y el que más mujeres había conquistado. Bernard afirmó haber sido muy activo en su juventud. Ninguno le creyó. Las historias de Francis les mantenían en tensión y se olvidaban de beber hasta que alguno opinaba que era imposible matar a dos hombres de un disparo y hacer hablar a un loro de verdes plumajes. Descorcharon otra botella. Ronald relató cómo había conquistado a su mujer.  su "gran hazaña", la llamaba. Resultó ser un cortejo constante y excesivo y la mujer acabó por casarse para dejar de aguantar sus conversaciones y sus continuas visitas a la casa de sus padre. Volvieron a brindar. Pearson sólo hablaba. Le obligaron a hablar sobre las mujeres de su vida. Dijo que estaba casado con la armada. No le creyeron. La señora Smith entró en la habitación y se horrorizó al verlos borrachos y hablar sin sentido. Mientras salían de la fragua acabaron una botella. Era la tercera y brindaron por ello. Incluso Pearson habló antes de pisar la calle.


Te lees mis mierdas. Así es como las llamo, porque son mierdas y son mías. Dices que soy duro conmigo mismo, que me trato mal. Pero si sólo lo fuese conmigo no escribiría esto, porque no me haría falta escribir que te quiero. Antes escribía peor. Frases largas. Puntos y comas. Ahora escribo mucho y, y dicen que esta mal, y me da igual, porque me encanta. Y te quiero.




Estuvimos en Trevélez. Me desgarré la espalda. Estuvimos en Barcelona y en Santander y allí mi ego volvió a matar, y volví a arrepentirme. Pero fuimos felices a pesar de los disparos de lengua. Nos bañamos en el Cantábrico y en las aguas de Sintra. En Colonia las vidrieras cambiaron el color de nuestros ojos y en Bruselas paraste un tren. Eras fuerte. Eres. Burlaste a la muerte. Dijiste que la anestesia era deliciosa y despertaste más guapa que nunca, y a veces se me olvida que siempre lo fuiste. No quieres admitirlo.

Duermes. Traigo una chica a casa. Ansío repetir lo vivido y casi lo consigo. Es hermosa. Me da la espalda. Está desnuda, delgada y tendrá frío. Debí haberla abrazado y querido. No debía terminar ahí, pero tú ni siquiera te enteraste, y cuando desperté tenía ojeras y la mente en un cuerpo que no supe honrar y que nunca más volvería a besar. Han pasado cuatro años y aún no soy capaz de preguntar si hice bien. Pero No hace falta preguntarlo. Sé la respuesta.

Cuanto más crezco más irascible. Admiro tu calma, tu tranquilidad, tu paciencia, y te pregunto cómo lo haces. No puedes decirlo. No sabes cómo. Ojalá hubiese salido a ti. Tendría labios de oro, porque no te hace santo lo que te metes en la boca sino lo que sale de tu corazón, y sólo sale amor puro.  Noto dolor en la vejiga, después en mis partes. No aguanto más la exposición del alicatado nazarí. Geometría bella. El dolor es grande. Irene me espera en casa. Acudimos al hospital y me desnudo. Acudimos a la clínica y me desnudo. Pasan los meses y me desnudo de nuevo. Me meto en el tubo y en el tubo me desnudo, y allí estás tú y esperas con paciencia. Uretes pequeños. Pero estás tú.

Tu cara es bella. Llevas gafas. Sin gafas también lo es, pero las llevas. Siempre lo has hecho. Tu cara lleva gafas. Te dibujo mal, pero llevas gafas y gano un premio por ti y tus gafas. Tengo seis años y la pizarra no es la misma. Las letras caen. Debo acercarme para copiar las sumas y en  Zacatín me compras unas porque allí trabajaba un familiar, y aún guardo vergüenza de mi cara con gafas, porque antes no lo era y ahora sí. Tengo 16 años y me las quito. Tengo 21 y me compras otras, y mi cara es como la tuya, bella, y llevamos gafas. Me gusta.



Viajo con los abuelos a la playa, traemos un televisor antiguo, pequeño, de los de tubo y sin mando a distancia, con botones para cambiar de canal, subir el volumen, encender o apagar. Vemos un programa. Uno de esos horribles para viejos y niños. Tú no estás. Estás en tierra de milagros. En Santiago, Rocamador y Sofía, o puede que eso fuese antes, y me lo cuentas. Apreto la oreja a un móvil gordo, pesado, de los que aguantaban golpes y la batería duraba días. Tu voz es hermosa. El me dice que te diga que te quiere, y lo hago y él ahora ya no está. Pero hubo un tiempo en que estuvo y te quiso. Le añoro. Le recuerdas, pero el a ti no. Pero le recordamos y es hermoso. Tu padre.


Eres una niña con trenzas. Tenías una casa en África cerca de la costa y la vida era un dibujo de esbozos sabrosos. No existo y los días son simples. La comida barata, las misas largas, los parques repletos de niños y las calles de uniformes. La tienda de chuches a la izquierda, el cine a la derecha y el campo de fútbol con partidos de tercera. Es bonito. Eso dices. Era. Tengo 13 años, es feo y no hay cine y los parques están abandonados , cercados por excrementos y colillas chupadas. Pero te creo. Era bonito y tenías una casa en África.

Las horas se consumen como el tabaco. La vida son hojas en la cazoleta, y se consume rápido si aspiras con fuerza. Quema la garganta. Hace daño y da asco. Tienes que toser y los días son agrios. Tú consumes las hojas con lentitud; saboreas el humo de la vida y lo exhalas por la nariz, y te sabe bien. Tienes paciencia.Te envidio por ello. Y por las mil cosas comunes que te hacen extraordinaria. Levantarte, ir al trabajo, comprar, la vida consumida en lo corriente, que es para mí insoportable. Pero es maravilloso. Tienes el coraje de ser normal y ser feliz a pesar de ello. Eso te hace extraordinaria. Más que esa amiga mía única en su especie, capaz de ser la protagonista de páginas que no logro escribir con mi vida. A mí no me vale. No tengo ese don. Escribo y borro y fumo y escribo y leo, y pienso que nada de lo que escriba será bueno. Quizá escribir ya me haga único. Pero la única extraordinaria eres tú. Normal y única, a la vez.



Las luces entrecortadas ciegan los cuerpos cansados. Pedimos unas cervezas. La pista se llena. Fingimos bailar. Me dice que tengo talento. Pero ya no sirve de nada el talento, y sí el dinero, que nos falta a los dos. La publicidad, me dice, la publicidad te da el público, y el público la fama, el prestigio y la sensación de haber creado algo bueno. Algo que merezca ser leído. En su caso escuchado. Tiene razón. Pero sufre igual y  es mayor que yo y aún se empeña en crear algo bueno. Se frustra. Como yo. A él tampoco le sirve la popularidad ciega, y me entristezco. Miro a un lado. Un amigo besa a su chica. Alejados en medio del ruido crean algo que merece la pena ser vivido. Él será grande. Ella ya lo és, y se quieren, mamá. Y se querrán.

Me graduo. Llevas un bolso que oculta unos tubos. Estás hermosa. Me vuelvo a graduar y vuelves a estar hermosa. Cuatro años después repetimos. Estás hermosa. La abuela también. No se entera de nada, pero es feliz. Ve cómo su nieto se saca la carrera. Cree que es para trabajar en la tele, delante o detrás. Dios se lo vuelve a conceder y es bueno con ella. Y eso que ha sufrido. Conoce el dolor de perder a una hija, y comió tierra y golpes de su padre. Conoció el dolor del alcoholismo, el alzheimer y sus piernas estallan cada día. Sonríe. Siempre. Le pide a dios un nuevo milagro. Que su niño se coloque. Espero que no sepa el doble significado. Pero yo también lo espero, aunque no dependa de Dios, que es bueno con ella, y ha sufrido.

El humo es blanco y más sabroso. En mi ojos la imagen de personas, amables todas. Camino sólo y mi cabeza juega con mi ego. Ojalá hubiese sido más amable con esa persona, con esa otra. Con todos. Tu eres amable. No debe ser tan difícil. Pero recuerdo que eres normal y extraoridinaria. Para tí lo difícil es fácil. Siempre has sido amable. Yo no y me arrepiento. Porque quiero serlo. Serlo con quien te hizo sonreír cuando ya no lo hacías; nadie lo supo pero yo era chico y estabas sólo. Los niños no saben lo que es el amor. Pasaron los años. Demasiados. Ya no lo estás y doy gracias. Sé que si no estás conmigo estás en buenas manos, más amables que las mías. Pacté con la tía. Nos levantaríamos al alba y acudiríamos al hospital. Lo hicimos. Pero alguien se había adelantado y te había traído flores, mejores que la compañía de un chico soñoliento. Ahora me alegro.



Viajamos al norte, al fin del mundo. Tu en Castilla y yo con mis amigos. Brindamos por el viaje, comimos y brindamos por la comida para después volver a brindar. Nos emborrachamos y al día siguiente lo volvimos a hacer y repetimos después, porque vimos cosas hermosas y porque estábamos enamorados; y tuvimos que volver a brindar. Hacía calor. El fin del mundo ardía y los oídos no entendían esa lengua, que es la misma que la nuestra, pero hacía calor. Nuestro sudor se mezclaba. Sudamos las rías, la carne, la cerveza y las aguas frías. Me pregunto qué se suda en Castilla. Veo las fotos que mandas. Sé que has sudado mucho y bien, y me alegro de tu sudor, que es claro, dulce y huele a felicidad..

Vemos los fuegos en playas de piedra. Aguas sucias y medusas.  Atenas da paso a  Pekín, y a Londres ya no le hacemos caso, y menos a Río, que allí es de noche cuando aquí es de día, y la abuela se empieza a dormir a cualquier hora. Está mayor, que no vieja. Hacemos caso al mar que siempre ha estado allí, y creo que frente a él se escribe mejor. Es mentira. Pero la idea es cierta. Tan cierta que cuando te bañas estás hermosa. Igual que en África. Tanto o más que en tus confesiones. Hermosos retazos de tu vida. Los guardas y no los sueltas. Sólo a base de pasos caen los recuerdos que yo tanto cuido. Clases en innumerables colegios. Timidez y lenguas varias. Incluso en Catalán, que lo hablabas mejor que los catalanes, o eso dice la abuela, y por eso sé que es mentira. Pero eres tú y me lo creo.

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Miércoles santo, la virgen se encierra. Llueve y nazco. Esfuerzo que merece la pena. No para ver mi cara arrugada. Un chino dice la tía, un ser monstruoso digo yo. Sino por ver la tuya. La fatiga más bella. Roja. Sudada. Hermosa. Tengo unas minutos y ya the he dado la noche. Vendrían más. Cientos. No te quejas. Y es que sabes que soy inquieto, pero cuando duermo no me muevo. Tu duermes como un ángel. Sueño profundo y sereno, que no heredo, y envidio tu respiración, que es profunda y lenta, como las buenas noches.

Ansiedad. Es un salto al vacío en el que nunca tocas el suelo. Otro ángel me rescata. No te alarmo. Estás en la cima de España y allí las noches son hermosas. Me describes las estrellas como islas en el mar oscuro. No te alarmo. El trópico es cálido y Granada seca. Mereces el descanso. No te alarmo. Pienso en ti. Eres feliz. Me hago fuerte.

Atisbo el precipicio del año. Tengo fe y pasaré sin mirar abajo, donde espera mi amigo el miedo, que es cruel y poderoso. Pero estás a mi lado. Miro atrás. El camino es corto, pero de baldosas amarillas. Te invito a que gires la cabeza. Debe ser largo, sinuoso y hermoso a la vez. Como tú, madre.


Feliz año, mamá.

Ángel Cuesta

lunes, 23 de julio de 2018

SUEÑO DE VERANO



Sólo con las punzadas en la sien supo que el día iba a ser largo, sinuoso y sin propósito. Los rayos de un día ya empezado, pero con horas por delante, dejaban atisbar la fotografía incrustada en el techo y que se tomaría tiempo después. Sus ojos, aún acostumbrados a la penumbra de los párpados cerrados, no le permitían asegurar si lo que había en la fotografía eran personas o complejas formas abstractas. La cabeza, que aún pedía un sueño que no llegaría, no supo entender que si había algo colgado de la pared, el techo, o dibujado en superficie sólida alguna de esas cuatro paredes, debía tener algún tipo de valor, ya fuese sentimental o estético. Debía ser algo bueno; ¿para qué recordar algo malo?





Todavía se sorprendía del poder reconfortante que producen los recuerdos de una vida no vivida. Dulces imágenes que no conseguían ensordecer los gritos que provenían de su propio cuerpo, y es que el cuello le gritaba sin cesar. Sus músculos dialogaban a base de pinchazos e incómodos signos de fatiga que, por raro que pareciera, sólo conseguía callar cuando los ponía en movimiento. Fue la búsqueda del reconfortante silencio lo que le hizo ponerse en marcha.



El calor del sol, mayor que el de otros días, le hizo consciente de su cansancio. A menor descanso, más sensibilidad, y con ello la necesidad contínua de evadir su mente de vaticinios fatales. "Todo saldrá bien". Su mentira favorita, tan usada que ya nada aportaba. Un poco de líquido para indicarle al estómago el inicio del día, y un pequeño repaso a las inútiles noticias de diarios digitales.




La calle de día es, en su opinión, el mar muerto de los perdidos. Llena de ruidos y gente ajetreada que no reparaba en ningún momento en los que son como él, que flotaban por la cantidad de sal de tal marea humana. Sentir la poca importancia en el universo ajeno era placentero. Dos personas se cruzan, luego cuatro, seis y así hasta que has rozado tu hombro con un número que excede las relaciones que los hombres son capaces de soportar. Todo sin pronunciar una sola palabra, con lo que deducía que en la calle el cuerpo hace de garganta, y las piernas de excusas.




Su movimiento era el fluir del mercurio en las manos. Tan pequeño, tan nervioso, que no permanecía en el lugar, a menos que se encerrara, y sólo respondiera a estímulos de la temperatura. Al llegar, a penas sin darse cuenta, al borde de una ancha zanja, todo atisbo de inteligencia y valentía se vino abajo y creyó caer al fondo. Demasiado cobarde como para saltar, demasiado humano como para no querer hacerlo. "Si tan sólo pudiera estirar mi brazo hasta el otro lado y traer la tierra hacia mí...".  Pero, incluso en sus propios sueños, lo imposible parecía estar vetado, por lo que tuvo que volver a dejar pasar la luz entre sus párpados al sentir la impotencia.



No fueron los rayos del sol lo que le hizo sentirse vivo de nuevo. Tal vez fueran las luces cálidas o el constante murmullo de la multitud o, más probable, la sombra de un ser al otro lado de la habitación. Si esa mera proyección se le antojaba deliciosa, el sujeto de la misma había de ser alguien extraordinario, mas no halló más que naturalidad al girar la cabeza. Sintió que la embriagación que le proporcionaba tal vista era producto de la pureza, y ciego por este pensamiento, sus dedos empezaron a seguir las vetas de la madera, en la que se apoyaban sus brazos, en busca del valor perdido.




No había nada intimidante en la figura alabada. Nada que le hiciera sentir menos, sólo debía poder hacer frente a la extraña fuerza que le impedía asegurar su dictamen sobre tan perfecta visión. Sin otorgarle existencia al ridículo, al decoro o a cualquier otra barrera de las mentes débiles decidió que esa zanja iba a ser saltada, con una aproximación y unas palabras bien escogidas. Ni clavos, cristales o trampas mortales se extendía en el corto camino hacia el presunto causante de su despertar. A veces conviene recordad a Ícaro ¡Que cruel es el fallo tras la valentía! La figura era fuego y él cera. Los goterones de su valor mancharon de blanco el suelo y, tras un periodo de pisadas anónimas, la suciedad acabaría por enmascararlas.




Él mismo fue espectador de la cruel caída desde su butaca de la decimoquinta fila. "Cuanto más lejos, más chicos son los actores y más insignificante es su dolor". Eran tan pequeños que podía enmarcarlos entre sus dedos. Algo le decía que ya había visto una obra parecida.




En cuanto salió del teatro se sintió desnudo, y, al igual que el resto de viandantes del boulevard, decidió ponerse uno de esos disfraces que tienen por virtud su fealdad y realismo. La cantidad de pelo de su atuendo daba a entender el tipo de monstruo que llevaba dentro. Tal vez así encontraría a su manada o, de no hacerlo, siempre podría vagar por las estepas de asfalto sin atentar a su naturaleza.



Una vez que te acostumbras a sentir el frío contacto de la carne con el suelo todo se vuelve más sencillo: beber a lengüetazos, oler esquinas y esperar con deseo la inmaculada luz de la luna. Quizá tuviese más de monstruo que de humano, y la bestia que llevaba dentro ejerciera el dominio natural de sus actos.




Se unió a una manada de seis miembros, de pelaje gris plata, a los que no tardo en intentar imitar. Ellos le marcaron los pasos correctos del grupo, las normas y las expectativas. Tan abrumadoras eran que sintió ser un lastre para el resto. No estaba tan acostumbrado a pisar el musgo y el barro de lo natural, y retrasaba el avance de los que ansiaba llamar amigos. Necesitaba más descanso que el resto, más calma y el doble de explicaciones.




Una noche, sin previo aviso, despertó en mitad de un agitado sueño, para comprobar cómo era el único de los suyos en el lugar. No buscó razones, sólo sintió un vacío dentro de él al quitarse el disfraz, la misma sensación que se siente al defraudar al admirado. No obstante, la ira no se apoderó de él. El rechazo del resto le impidió ser él el que abandonara una vida para la que no estaba preparado. 




Su deriva mental en ríos de incertidumbre le hizo toparse con una serie de pequeños charcos, dispuestos de manera regular y con una forma circular perfecta. La exactitud de las formas, tan perfectas; así como la claridad del agua, chocaba con la imperfección propia de la naturaleza a la que había intentado acostumbrarse. A simple vista nadie diría que la profundidad de los cúmulos pudiera sobrepasar los tres centímetros. No obstante, en cuanto acercó su cuerpo, se vio reflejado a la perfección. Tal era la fascinación que ejercían los espejos del bosque que decidió limpiarse con sus aguas.



Primero descendió la cabeza, mojó la punta de su nariz, después la barbilla y, acto seguido, la frente. Siguió avanzando por inexplicable que fuese, y al poco se encontraba buceando en uno de esos charcos. La visión era nítida y la temperatura le invitaba a seguir avanzando.Tal era el bienestar que le proporcionaban las aguas que se le olvidó algunas reglas que seguían rigiendo las vidas de los vivos. Empezó a ahogarse.




Guió su ascenso por los rayos rosáceos que provenían de lo que él dedujo como la luz del atardecer o amanecer, pues había perdido la noción del tiempo bajo el agua. Sólo cuando estuvo a punto de darse por vencido ante la falta de oxígeno consiguió llegar a la superficie, donde tuvo que separar sus labios de los de una mujer que lo miraba extrañada. 




Mientras cogía aire se preguntó si lo vivido con anterioridad se debía al contacto con labios tan bellos, o si estos habían sido los causantes del fin de su estancia en tal ensoñación. Quiso creer, no sin reticencia, que el beso le había devuelto al mundo de los vivos. Una segunda oportunidad que comenzaba con una desconocida en una habitación, la cual cambiaba de color y forma cada vez que él parecía desconfiar.



Por primera vez quiso creer todo lo que un amante dijera. Aceptar cada caricia como sincera y cada susurro como real. No obstante, el constante cambio de mobiliario y el mareo que éste conllevaba le obligó a entrar en el juego del querer, a pesar de sus marcadas vacilaciones. Pensó que no era la primera vez que había participado en esa misma farsa y, pese a la vergüenza que provoca fingir, asumió el papel del mejor de los hombres. 




Era tal el castigo ejercido por el cuerpo desconocido que cada vez que él tomaba la iniciativa sufría desagradables fenómenos en su piel. La mirada, parda y deseosa, cubría de arena su vista; sus caricias eras respondidas con abrasivas quemaduras, y sus besos le llenaron la boca de putrefacción, como si mordiera algo carente de vida.




"¿Cómo algo muerto puede acudir en mi auxilio?" Pensó para sí mientras la cama le engullía como las nubes a los pájaros. Aves que acallaron los gritos de la mujer no correspondida y le daban a entender lo lejos que estaba de ella. El canto de estos animales nunca le había provocado la sensación que ahora sentía, mezcla de alivio y pérdida, lo que le ayudó a no cuestionarse su presencia en la arena de una tierra virgen.



Había algo inaudito en esa arena. Sus pies no se hundían en ella a cada paso que daba. Podías cogerla con las manos, moldearla, pero también podías  caminar por ella como si fuese el asfalto de una carretera que cosquillea pies. Las olas del océano eran como un reloj que ha pasado la prueba del tiempo, pues sus movimiento seguía un ciclo exacto de 12 segundos y el agua siempre llegaba al mismo punto, como si hubiera sido creada por una inteligencia terrenal. Se preguntó si, al igual que en la arena, podría sumergirse en el agua, a la vez que andar sobre ella. Pronto abandonó tal curiosidad propia de locos y centró su atención en lo alto de una duna, donde parecía levitar cierta luz multicolor.




Sus músculos, exhaustos, le susurraron miedo. Sus ojos, resentidos, le ofrecieron duras imágenes de lo que pudo haber sido y no fue, y su corazón, de latigazos impredecibles, le hizo respirar por la boca y sudar hasta la última gota de razón. Hasta el más duro de los hombres reconocería el esfuerzo realizado para llegar hasta el lugar donde se descomponía el sol. Su aspecto era lamentable, como el de alguien abatido por los sucesos impredecibles de la vida. Debería haber causado una impresión horrible a la niña que sostenía el arcoiris en sus manos. Sin embargo, esta le sonrió mientras le cogía de la mano y tiraba de él hacia el lado opuesto del agua. "¿Me esperaba?" Era un globo en manos de una inocente.




No volvió a dejar huellas en la arena hasta que no llegaron a una edificación de forma rectangular y paredes anaranjadas, donde pudo observar la inmensidad del océano dejado atrás. El edificio estaba recubierto de un vidrio templado, liso, que daba a la mole solitaria el color del cielo. La chica empujó con sus dedos una de las paredes, lo que debió activar cierto mecanismo desconocido en las tierras de lo ordinario, y se les permitió el acceso al mismo tiempo que se podía escuchar el sonido de una caja de música a buen ritmo.



El interior podría describirse como minimalista, exiguo o pobre. Sólo lo esencial ocupaba espacio alguno, mientras que la música provenía del cadente movimiento de un cazo en una olla ajada por el uso. Era una anciana la que hacía arte de la cotidianidad, a la vez que le dedicaba la mejor de las sonrisas a tan inesperado invitado. Decidió no romper las notas musicales que colgaban del techo de la estancia, y siguió los paso de la niña, que había entrado en una habitación de colores infinitos. Puso el cristal en el único hueco libre y, como si el cuerpo pudiera saturarse por matices visuales, sintieron el mareo que produce la belleza de lo nunca visto, por lo que salieron a tomar el aire que por primera vez era visible a los ojos humanos.




La brisa cogió forma humana y, mezclada con la tierra del suelo, dio volúmenes a cuerpos como el suyo: ordinarios, suaves e imperfectos; necesitados de tacto humano. Las manos se tendieron y le transmitieron el suave calor de la seguridad, con la ambigua mezcla entre calma y excitación que da conocer a las personas indicadas. Esos cuerpos, carentes de carne y oxígeno, tenían tanta fuerza que le levantaron sobre las nubes, donde pudo observar el verdadero tamaño del mundo y eso que es invisible a los ojos terrestres, para lo que el ser humano no había creado palabra.



A su bajada temió caer en el vasto océano, el lugar donde los héroes son olvidados, pero la comprensión de la insignificancia, revelada con la imagen a la que sólo los dioses pueden acceder, le acabó por tranquilizar. Fue recogido por uno de esos cuerpos arenosos que le habían regalado el infinito, sólo que esta vez les recubría una piel firme y poseían gargantas con las que transmitían tranquilidad, confianza y esa sensación de bienestar que produce la sana amistad.


Algo dentro de él entendía que en ese lugar no encontraría zanjas que saltar, ni disfraces con los que tapar su identidad. Entendía que la seguridad estaba garantizada, pero a diferencia del bosque de las bestias, la compañía del lugar era la correcta, pues sentía que con estos seres de la arena podría lograr lo imposible. Sus veteados iris no le traicionaron como antaño, captaron la imagen sin alterar la belleza de lo real; al mismo tiempo que sus oídos la llenaban de matices, y sus vivencias, de buenos recuerdos. Grabó a fuego tal fotografía en su retina.

Sólo el notable cansancio que sigue a la excitación le recordó su condición de humana. No sabría decir qué hora sería, no le importaba, y menos cuando pudo proyectar en la oscuridad de la noche la fotografía de lo vivido en el techo de su habitación. "Bien hace el ser humano al equivocarse".




Ángel Cuesta